Nº de páginas: 376
Editorial: NdeNovela
Idioma: Castellano
Encuadernación: Tapa dura
ISBN: 9788410140059
Año de edición: 2024
Plaza de edición: ES
Fecha de lanzamiento: 03/04/2024
Alto: 23cm
Ancho: 15 cm
«¿Cuántas veces has experimentado la cercanía de la muerte? Pienso en el largo camino que me ha llevado hasta este cuarto de horror en Japón. Me llamo Alice Clowes, tengo treinta años y mi vida termina aquí»
Alice solo recuerda que ha sido drogada. En la penumbra, intenta moverse y descubre que está atada. La han encontrado, es el fin. Todo empezó al conocer a aquella hermosa japonesa tatuada en los baños públicos de Kioto. De haber sabido dónde se metía, jamás la habría seguido hasta este paraíso de los sentidos, un insólito y deslumbrante ryokan a la orilla del lago Motosu, en el corazón de Japón. ¿Qué tipo de perversiones ocultan los templos secretos de la Yakuza junto al sagrado monte Fuji?
En este thriller vertiginoso, Alice no solo se adentrará en las desconcertantes costumbres de las altas esferas de la sociedad japonesa, en sus ideales de honor en torno al amor, la familia y el sexo, sino que para hallar su lugar en el mundo y escapar de la venganza tendrá que luchar hasta su último aliento.
Alice solo recuerda que ha sido drogada. En la penumbra, intenta moverse y descubre que está atada. La han encontrado, es el fin. Todo empezó al conocer a aquella hermosa japonesa tatuada en los baños públicos de Kioto. De haber sabido dónde se metía, jamás la habría seguido hasta este paraíso de los sentidos, un insólito y deslumbrante ryokan a la orilla del lago Motosu, en el corazón de Japón. ¿Qué tipo de perversiones ocultan los templos secretos de la Yakuza junto al sagrado monte Fuji?
En este thriller vertiginoso, Alice no solo se adentrará en las desconcertantes costumbres de las altas esferas de la sociedad japonesa, en sus ideales de honor en torno al amor, la familia y el sexo, sino que para hallar su lugar en el mundo y escapar de la venganza tendrá que luchar hasta su último aliento.
“De niña, un coche me atropelló en la entrada del colegio. Crucé sin mirar por el paso de cebra. Hablaba distraída con Jenny. No vi nada, no sentí nada. Fue tan rápido e inesperado que ni la adrenalina tuvo tiempo de recorrer mi cuerpo. Volé unos metros. No recuerdo el dolor, pero sí que la sangre se concentraba en mi frente tras el escandaloso impacto de mi cabeza contra el pavimento. La luz se apagó y yo con ella. Aunque la muerte acudió a mi lado de forma fugaz, aún no me tocaba.
Su segunda visita tuvo lugar años después. Me operaban de un bulto en el pecho. De camino al quirófano, ya sin la compañía de mamá, la angustia de cerrar los ojos tras la anestesia y no abrirlos nunca más me oprimía la garganta. Pensé que sería como volar hacia las puertas del cielo: llamar y volver sin que te pillen, igual que un niño que pulsa todos los telefonillos para gastar una broma y corre hacia el escondite de sus amigos, loco de risa y con el corazón en un puño.
La tercera se presentó en la playa de Brighton, en un viaje de fin de curso. Dieciséis años. Esa edad en la que la vida no vale nada y te la juegas a cara o cruz como si de media libra se tratase. Borracha —por desgracia no lo suficiente como para olvidarlo—, me adentré en aquel mar revuelto de verano con toda la pandilla. Era noche cerrada. Tan solo el pier, su noria y la luz parpadeante de las atracciones marcaban un punto de referencia en la lejanía.
Thomas había sido el primero en lanzarse al agua. Los demás reímos al verle quitarse la ropa antes de zambullirse con un alarido desafiante. Los siete lo imitamos, claro. Para curtidos vikingos escoceses de Aberdeen como nosotros, el canal de la Mancha nos parecía una tranquila laguna tropical. Y ¿quién, después de varios vodkas, puede resistirse a saltar al agua en cueros si los demás lo hacen? Di una última calada larga y profunda al porro de Melli y me desnudé por completo.
El negro mar nos tragó, envolviéndonos de frío en aquel verano caluroso. Thomas nadaba frenético hacia el horizonte invisible y los demás lo seguimos. El contraste del agua helada desplazó con brutalidad la borrachera. En la tiniebla parecían acecharnos ojos, bocas y dientes listos para arrastrarnos al fondo. Pero era tan emocionante… Jenny me agarró por detrás. Ya no hacíamos pie y apenas distinguíamos nuestros rostros. Sostuvo mis pechos mientras sus rodillas me golpeaban al intentar mantenerse a flote. En cada beso nos hundíamos, con cada ola volábamos aspiradas por el cielo. Seguimos hacia delante. Éramos todos del equipo de natación, menos ella.
Oímos un grito. Sonaba lejano, angustiado; un gemido de auxilio que nos heló la sangre y nos devolvió a la realidad. Ya no distinguíamos a nadie. Sin hablarlo, decidimos volver a la orilla. El mar, como un anzuelo de tres puntas, nos había dejado avanzar, pero no nos permitía retroceder. Nadé con desesperación; la resaca nos arrastraba hacia dentro y las olas, gigantes invisibles en aquella oscuridad, rompían con furia y sin avisar sobre nuestras cabezas. Perdí de vista a Jenny. Extenuada, la llamé sin fuerzas. La risa había dado paso al terror en un momento. Quise llorar, pero no pude. ¿Qué poder esconde el miedo para agotar tan rápido? Apenas unos segundos y parecía que había recorrido cien piscinas. Ya no oía a nadie, todo era rugido de espuma y el constante retumbar de martillo de cada ola al quebrarse sobre la piel del Atlántico. Intuí con meridiana certeza que iba a morir, que íbamos a ser devorados uno a uno por aquella boca negra con lengua de resaca. Salir de ese infierno, a pesar de haber nadado en competición toda la vida, era imposible. Estúpida, estúpida, estúpida. Más que por mí, sentí rabia y pena por mis padres. Llegaron gritos apagados en la lejanía.
No puedo morir, me dije. Me lancé a nadar en paralelo a la costa, hacia la rueda de luz del lejano parque de atracciones. Lenta, lenta, respira, no pienses. Con cada brazada imaginaba mi último momento. Me sorprendió lo sencillo que resultaría abandonarme, desertar de aquella batalla perdida. Pero otra Alice que no era yo tiraba de mi voluntad y me dejé llevar por su extraña furia.
Sin saber ni cómo ni cuándo ni cuántas brazadas y olas después, el océano me escupió a la playa, harto de masticarme sin poder tragar.
Horas más tarde, envuelta en luces naranjas y una manta, oí a la policía informar por radio que una tal Jenny no aparecía. La encontraron a los dos días. Flotaba boca abajo a una milla de allí.”
Su segunda visita tuvo lugar años después. Me operaban de un bulto en el pecho. De camino al quirófano, ya sin la compañía de mamá, la angustia de cerrar los ojos tras la anestesia y no abrirlos nunca más me oprimía la garganta. Pensé que sería como volar hacia las puertas del cielo: llamar y volver sin que te pillen, igual que un niño que pulsa todos los telefonillos para gastar una broma y corre hacia el escondite de sus amigos, loco de risa y con el corazón en un puño.
La tercera se presentó en la playa de Brighton, en un viaje de fin de curso. Dieciséis años. Esa edad en la que la vida no vale nada y te la juegas a cara o cruz como si de media libra se tratase. Borracha —por desgracia no lo suficiente como para olvidarlo—, me adentré en aquel mar revuelto de verano con toda la pandilla. Era noche cerrada. Tan solo el pier, su noria y la luz parpadeante de las atracciones marcaban un punto de referencia en la lejanía.
Thomas había sido el primero en lanzarse al agua. Los demás reímos al verle quitarse la ropa antes de zambullirse con un alarido desafiante. Los siete lo imitamos, claro. Para curtidos vikingos escoceses de Aberdeen como nosotros, el canal de la Mancha nos parecía una tranquila laguna tropical. Y ¿quién, después de varios vodkas, puede resistirse a saltar al agua en cueros si los demás lo hacen? Di una última calada larga y profunda al porro de Melli y me desnudé por completo.
El negro mar nos tragó, envolviéndonos de frío en aquel verano caluroso. Thomas nadaba frenético hacia el horizonte invisible y los demás lo seguimos. El contraste del agua helada desplazó con brutalidad la borrachera. En la tiniebla parecían acecharnos ojos, bocas y dientes listos para arrastrarnos al fondo. Pero era tan emocionante… Jenny me agarró por detrás. Ya no hacíamos pie y apenas distinguíamos nuestros rostros. Sostuvo mis pechos mientras sus rodillas me golpeaban al intentar mantenerse a flote. En cada beso nos hundíamos, con cada ola volábamos aspiradas por el cielo. Seguimos hacia delante. Éramos todos del equipo de natación, menos ella.
Oímos un grito. Sonaba lejano, angustiado; un gemido de auxilio que nos heló la sangre y nos devolvió a la realidad. Ya no distinguíamos a nadie. Sin hablarlo, decidimos volver a la orilla. El mar, como un anzuelo de tres puntas, nos había dejado avanzar, pero no nos permitía retroceder. Nadé con desesperación; la resaca nos arrastraba hacia dentro y las olas, gigantes invisibles en aquella oscuridad, rompían con furia y sin avisar sobre nuestras cabezas. Perdí de vista a Jenny. Extenuada, la llamé sin fuerzas. La risa había dado paso al terror en un momento. Quise llorar, pero no pude. ¿Qué poder esconde el miedo para agotar tan rápido? Apenas unos segundos y parecía que había recorrido cien piscinas. Ya no oía a nadie, todo era rugido de espuma y el constante retumbar de martillo de cada ola al quebrarse sobre la piel del Atlántico. Intuí con meridiana certeza que iba a morir, que íbamos a ser devorados uno a uno por aquella boca negra con lengua de resaca. Salir de ese infierno, a pesar de haber nadado en competición toda la vida, era imposible. Estúpida, estúpida, estúpida. Más que por mí, sentí rabia y pena por mis padres. Llegaron gritos apagados en la lejanía.
No puedo morir, me dije. Me lancé a nadar en paralelo a la costa, hacia la rueda de luz del lejano parque de atracciones. Lenta, lenta, respira, no pienses. Con cada brazada imaginaba mi último momento. Me sorprendió lo sencillo que resultaría abandonarme, desertar de aquella batalla perdida. Pero otra Alice que no era yo tiraba de mi voluntad y me dejé llevar por su extraña furia.
Sin saber ni cómo ni cuándo ni cuántas brazadas y olas después, el océano me escupió a la playa, harto de masticarme sin poder tragar.
Horas más tarde, envuelta en luces naranjas y una manta, oí a la policía informar por radio que una tal Jenny no aparecía. La encontraron a los dos días. Flotaba boca abajo a una milla de allí.”
4,5 de 5 estrellas (basado en 2 reseñas)
Un libro muy interesante
18 de mayo de 2024
Reseña de La salamandra desnuda
Un libro muy interesante, además ambientado en Japón y la cultura japonesa. Muy recomendable. Desde el principio este thriller te engancha.
Me ha gustado bastante
18 de mayo de 2024
Reseña de La salamandra desnuda
Me ha gustado bastante, da varios giros, con lo que te deja enganchada al libro y no sé te hace pesado. Muchas emociones cuando lo he leído.
Novela 2 veces, hoy han sido 1 veces.